miércoles, 4 de marzo de 2009

De un verano en agonía

Tomar una hoja en blanco e ir atiborrándola de letras no siempre se traduce en ese ademán ruidoso y colectivo que se desata en toda clase cuando el profesor gira hacia el pizarrón en un embate estrepitoso de teoremas con comentarios al márgen, y tomen nota, chicos, que este es un tema a evaluar. A veces también es madrugada de un miércoles cualquiera y Pitágoras descansa en el último cajón de la pequeña cómoda que cruza el comedor. Entonces, en su sumisión exclusiva de todo papel que es arrancado en la desidia de la noche, se ve más mío, más dócil, casi resignado, como quien espera en las fauces de un patíbulo su sentencia terminal.
Tempestad de biromes que no escriben, pensamientos que sobrevuelan la corteza de la locura, un murmullo de transeúntes conversadores surcando la avenida, comienzos que no convencen y regresan taciturnos al cielo raso de la nada. Los renglones parecieran ir y volver en una carrera absurda y feliz de tachones, nombres propios sin mayúsculas; un camino errado sin pies ni cabeza que se bifurca a cada paso, se pierde en espesos matorrales repletos de acacias, pererigra entre rascacielos cubiertos de smog, roza las profundidades apacibles de los siete mares y vuelve al tedio con café y cigarrillos de un hotel parisino. Se hace de tierra y de asfalto y otra vez de tierra, pero además está lloviendo y el barro empantana a mi peor enemigo en plena selva a la hora en que las hienas desvainan la dentadura. Acá sí que estoy a salvo de sus escrúpulos, de la ciudad -que se deja ver por la ventana con su luna llena, sus farolas, con sus calles cenicientas, semivacía, amenazante-. Pero por sobre todas las cosas -debo decirlo- amo este papel tan blanco y tan mío porque me pone a salvo de vos, de tu risa, y de tus excusas subrayando un discurso gélido, un final inapetente. De esta historia que hoy te alude a vos como un capricho, como idea secundaria, pero que irá repitiéndose indistintamente en otros nombres, que irá acabando en otras promesas, en otros atardeceres. Aún así, a salvo de Bernouille o de Moivrè, de vos, de la ciudad, de mi enemigo, del sofá, no logro guarnecerme, ponerme al reparo de mi propia caja negra: ese reducto ominoso al que todos viajamos de cuando en cuando para traer algún recuerdo poco grato, esa foto que nunca sacamos, aquel antiguo verso sobre el beso de los labios del destino. Por lo tanto, considerando que el presente no deja de ser una porción de pasado en estado de descomposición, también están las tardes en casa, cuarenta grados, la vereda y los chicos, La Renga, Serrano, o Bob Dylan -vaya cocktail, dirán-. O Euro, Euro que es Pipo con una cerveza a las siete menos cuarto de la mañana hablando de política y sirva otra vuelta, pulpero, a ver...
Pensándolo bien, sería absurdo seguir sosteniendo a esta altura de las circunstancias que esa cosa llena de garabatos y aristas, que ahora reposa sobre la mesa con toda su modorra, sea tan mía como aparentaba cuando sólo era un papel blanquecino e inofensivo. Ahora no. Ahora lo miro y tiene toda la pinta de ser una síntesis reciclada de mi disguto, una suerte de funeral a crédito para este verano que será engullido muy pronto por el próximo otoño. Esa estación que ya asoma con sorna sus tardes grises, sus parques al desnudo.
Bajo este pulso trémulo de la noche voy desplumando con suavidad los últimos delirios: un mal día siempre amerita la llegada del relámpago inminente en que uno se sienta insomne en la sala de estar, para que así gravite la reflexión y el balance inoportuno: La vida bien podría definirse, entre muchas otras formas y axiomas más o menos ingeniosos, como una secuencia finita de puertas que se van cerrando a nuestras espaldas, como el inútil esfuerzo de forcejear con sus cerrojos hasta caer en la cuenta de que el azar se ha encaprichado en sellarlas con ese lacrado prohibitivo del nunca más.
Quizá la fortaleza del vencedor -se me ocurre en el instante y al pasar- no resida en tener la sangre en su punto de ebullición, en un ir a dar la frente contra ellas una y otra vez, sino en el cálculo preciso, la frialdad en el corazón, el cero absoluto necesario para no regresar a ellas, para buscar nuevos intentos en el horizonte sin quedar colgado de su mirilla para siempre.
Hay quien dice que cada final es un nuevo comienzo, yo no creo que sea verdad. La llegada del ocaso es el anverso absoluto del siguiente amanecer. Los finales incurren en la conjugación perfecta del derrumbe, en un ardor que es eterno aunque dure unas horas. Sólo después de eso, luego del intervalo preciso y saludable que se llama silencio, sobreviene la consumación gloriosa de una nueva partida. Un final bien ajustado y soberbio podría ser sencillamente «llámame si me necesitas». Hasta siempre o adiós.

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